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LUGAR DE AUTOR
La literatura que sube de la calle
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Literature coming from the street
E
LENA
P
ONIATOWSKA
(México)
–¿Me quieres?
–Sí. ¿Y tú a mí?
–También yo.
Así de fácil puede ser la comunicación. Bastan unas cuantas palabras para que
se establezca el diálogo. y yo, un hombre y una mujer forman una multitud.
¿Qué otra cosa hicieron Adán y Eva?
En 1968, los granaderos, con su macana, les pegaban a los estudiantes en la
cabeza, en las costillas, en los hombros, en el vientre, en las partes nobles. “Tengan
su diágolo, hijos de la guayaba” –decían porque ni la palabra diálogo podían pro-
nunciar.
¿Son indispensables las palabras en el acto de comunicarse? Desde luego que
no. Cuando la voz no encuentra su palabra, alestá el lenguaje de los ojos, el de las
manos, el del cuerpo entero. En general, el amor es un acto que tiene que ver con el
silencio. Y desde luego también, con el goce.
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Texto cedido por la autora para ser publicado en Telar N° 24.
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Ahí están también las ondas hertzianas y el internet. Emiliano Zapata, nuestro
héroe nacional, el héroe de los campesinos, jamás soñó en comunicarse a través
del email y del arma de la computadora como lo hizo el sub-comandante Marcos
desde lo más profundo de las montañas del Sureste chiapaneco con su correo elec-
trónico que lo hizo ganar espacios y simpatizantes en el mundo entero.
Durante los terremotos del 19 de septiembre de 1985 y dos años más tarde el
19 de septiembre de 2017, los brigadistas y los expertos en sismología se comunica-
ron con los que se encontraban aún con vida por medio de golpecitos en las plan-
chas de concreto de los edificios que se habían hecho sándwich e iniciaron así un
diálogo entre la vida y la muerte.
Con sus censores para detectar vida, con sus perros entrenados, las delegacio-
nes que vinieron de Francia y de Estados Unidos pudieron comunicarse con el
mundo cuyo corazón todavía latía bajo los escombros. Los brigadistas entablaron
un precario diálogo con los hombres, las mujeres, los ancianos y los niños bajo
tierra y les hicieron llegar un mensaje de esperanza. Un equipo adecuado, permitió
que los damnificados enterrados los escucharan. El médico Cuauhtémoc Abarca,
me contó este ejemplo de comunicación sin palabras, sobre las ruinas del edificio
Nuevo León que se había volteado sobre sí mismo como una inmensa ola y había
quedado de cabeza: los cuartos de azotea estaban al mismo nivel que el lobby.
Atención sobrevivientes de la entrada C de Carlos, por favor golpeen diez
veces”.
Los registros detectaban –así como en un electrocardiograma– el menor
sonido.
Atención sobrevivientes de la entrada D de dedo, por favor golpeen diez
veces”.
Luego les dijeron que golpearan cinco veces, luego tres, y otra vez diez
veces.
Repitieron lo mismo con cada entrada del edificio. “Atención sobrevivien-
tes de la entrada C de Carlos, por favor golpeen diez veces”.
Estaba muy avanzada la noche y muy oscura. La voz se oía clarísima.
Elena Poniatowska
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–Atención sobrevivientes de la entrada E de Ernesto.
–Atención sobrevivientes de la entrada F de Feo.
“Todos habíamos quedado en suspenso cuenta el doctor Cuauhtémoc
Abarca. Durante hora y media los aparatos hacían sus registros, metros y me-
tros de escombro se registraron, capa por capa de tierra como en un pastel de
los llamados mil hojas. Aparecían las señales diminutas. Se detectaron mu-
chos sobrevivientes aplastados entre los muros de las entradas C, D, E y F.
Como hablo inglés, los técnicos norteamericanos me pidieron que les traduje-
ra a los que nos respondían desde la ultra tumba un mensaje, y esas palabras
jamás se me van a olvidar.
–Sobrevivientes, sabemos que están allí, no se desesperen, estamos traba-
jando y los vamos a sacar.
Híjole, todo el mundo se abrazó llorando, todos nos emocionamos hasta la
médula. Y nos emocionamos más aun cuando logramos rescatar de entre los
escombros haciendo túneles bajo la tierra a dieciséis personas entre niños y
ancianos, hombres y mujeres.
Este testimonio podría ilustrar lo que es la comunicación casi con el más allá, en
este caso, con el infierno de los damnificados. La comunicación se hace a través de
los satélites, el cable, la telefonía móvil, la onda corta, lo que podría resumirse en la
transmisión del sonido por aire. En situaciones extremas la comunicación también
se improvisa porque cada hombre improvisa una nueva conducta, cada hombre nace
a una nueva forma de ser: la de la supervivencia, la de la entrega a los otros.
La literatura consta de algo más que unos golpecitos en la pared para decir a
quién quiera oírlo: “Estoy vivo”, pero la gran literatura tiene también mucho de
llamado a la participación. ¿Por qué? Porque finalmente parte de la realidad. No
quisiera yo decir nada sobre arte porque no soy crítica y porque creo que me muevo
con mayor facilidad en la crónica, en la entrevista, en el testimonio. Oigo la voz de
la gente, sobre todo en circunstancias de pánico o peligro y retengo sus palabras a
las que después les doy forma.
En este otro testimonio es evidente la tristeza de un joven brigadista universita-
rio Antonio Lazcano Araujo que llegó al Parque Delta a fumigar cadáveres y se
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encontró con un estadio vacío en el que todos los asientos estaban vacíos y los
actores en el centro de la arena estaban muertos. A empezar a fumigar cadáveres”
–nos ordenó el doctor.
Afortunadamente a mí no me tocó a la primera ni a la segunda rociada, sino
hasta la tercera. A una distancia de casi 20 metros se veían bolsas de plástico, el
hielo seco y los montones, pero esos montones mal cubiertos de plástico eran los
cuerpos. Yo no quería ver. La máquina de aspersión soltaba el formol con tal fuer-
za que se levantaban los plásticos y sin embargo lo primero que vi fue una mucha-
cha alta, tendida en el suelo, muy blanca, el cuerpo todo lleno de puros moretones,
completamente desnuda con el pubis rasurado y unos pechos muy grandes carga-
dos de leche. Decía “Número 76 Gineco Obstetricia, Hospital Juárez”. Me fijé que
tenía una rajada en forma de media luna en el vientre y me dio mucha tristeza
darme cuenta de que esa mujer acababa de tener un hijo: era un vientre que no
había sido estéril. De lo pálido, el cadáver era como una estatua maltratada. “Bue-
no, pero ¿por qué te moriste?” Así, sin darme cuenta, inicié un diálogo con los
muertos. Rociaba y me hablaba al hablarles. Les preguntaba: ¿por qué? Vi a una
gorda con un vestido de tela muy corrientito. a muchos. Sentí un gran pudor, se
los decía: “No tengo derecho a estarte viendo con el vestido alzado, no tengo dere-
cho a estarte viendo desnuda, no tengo derecho a verte”. Vi cadáveres oscuros,
ennegrecidos y en un momento dado empecé a repetirme: “Esto ya no tiene nada
que ver con la gente, éstos ya no son humanos”. Me lo repetí muchas veces, como
para protegerme. “Esto no es más que materia orgánica, estos brazos prensados,
estos rostros tumefactos, estas lenguas botadas, esto no es más que materia orgáni-
ca, aquí hay muchas bacterias y tengo que evitar que se dispersen, por eso estoy
fumigando”. De repente volví la cabeza y a mano izquierda vi una niñita con sus
ojos abiertos, abiertos, en una sonrisa, así como una mueca destrozada, una niña
de ocho años: “Niña, pero ¿por qué no corriste? ¿Por qué te cayó la trabe encima?”.
Todo el tiempo estuve dialogando con los cadáveres con una insistencia en la que
había rabia, coraje, odio: “no es justo”. “No es justo que en este país se caigan los
hospitales, las escuelas, los edificios del gobierno, los de oficinas públicas, no es
justo que le toque siempre a la gente más fregada”.
Todos los brigadistas sentíamos frío en las piernas por el hielo seco y el formol.
Además, teníamos miedo. Llegó un muchacho así flaquito, chaparrito, morenito,
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el típico mexicano que ha tenido que chambear muy duro, que seguramente vive
en una vecindad en una colonia perdida, con su suetercito demasiado delgado,
caray, qué gente más desprotegida la nuestra, de veras qué desamparo el suyo, de
veras que te da un coraje ver a esa gente así, sin nada. “¿Las cajas?” preguntó:
“¿Cómo está lo de las cajas?” Para él eran tres cajas. Las cajas. Quería saber si
había que pagarlas. ¿Pero con que las pagaba el inocente?
–¿Ya identificaste a tu gente?
–Sí, están allí. Pero como está lo de las cajas.
–No, lo de las cajas es gratis; ahorita te las damos.
–¿Vienes tú solo?
Venía por su hermana, y por dos sobrinas, una de catorce años y otra de nueve.
Preparamos los ataúdes, uno grande y dos pequeños, y me di cuenta que uno tenía
dos clavos salidos pero dije: “Ni modo, no importa”. Después vimos cómo el fla-
quito empezó a apachurrar con sus tenis los clavos y como no lo logró, se puso a
doblarlos con una tabla. Ese sólo acto le devolvió toda la dimensión humana a los
cadáveres en el estadio porque a las cuatro horas, yo pensaba que lo único real eran
las bacterias, pero para el flaquito, sus cuerpos, aunque estuvieran todos destroza-
dos, eran su gente y su cadáver tenía derecho a no lastimarse con los clavos.
Entonces le pregunté al flaquito: “Oye, ¿nos permites rociar con cal a tu
gente?”
–Sí.
A la muchacha de catorce años tuvimos que pasarla a un ataúd de adulto
porque no cupo en el pequeño, y cuando empecé a rociarla con cal me acordé
de Hamlet. En un momento dado, cuando Ofelia, ya loca, muere ahogada, la
madre de Hamlet le echa violetas y piensa: “Mira, vengo a echar sobre tu
cuerpo las flores que debí poner sobre tu lecho nupcial”. Tuve exactamente la
misma sensación: “Estoy echándote cal, niña, para que te vayas toda blanca,
pero te vas blanca de cal. No viviste nada, niña de 14 años. Te vas blanquita”.
Con todas esas asociaciones que uno tiene de la pureza, de la dignidad, de lo
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intocado, de todo eso, no pude sino rociarla con una poquita de cal. “No le
tocó ni una flor, sólo un poco de cal.
Así termina el testimonio del brigadista Antonio Lazcano Araujo en el Parque
Delta.
Para quienes denigran el testimonio, para quienes rechazan el trabajo de soció-
logos y antropólogos sociales, creo que los libros de Ricardo Pozas Juan Pérez Jolote,
los de Oscar Lewis sobre la pobreza mexicana, los de Miguel Barnet sobre Cuba,
los de Studs Terkel en su libro On working forman parte del canon de la literatura de
América Latina.
¿Cómo se integran estos textos dentro de la vida social de un país? Simple y senci-
llamente porque la reflejan; mejor dicho reflejan un determinado momento, una situa-
ción límite en la vida del país, o quidebeamos decir, en la muerte del país.
La literatura testimonial es la que sube de la calle, la que sale de la boca de
hombres y mujeres, la de las voces que escuchamos, la del grito, la que hacemos
entre todos apenas amanece. Es la crónica de nuestras horas, de nuestros días y de
nuestras vidas. A lo mejor América Latina se está hundiendo, a lo mejor nuestra
miseria hace que nuestra lenta marcha hacia los Estados Unidos cambie la faz de
todo el continente, a lo mejor nos vamos a perder, quizá muchas de nuestras for-
mas de vida se pierdan porque ya se están difuminando, quizá todos seamos hispanics
ya que en los Estados Unidos, ahora hay que saber hablar español porque casi
treinta y tres millones lo hablan, quizá a los que vengan después de nosotros les
parezcamos fantasmas, pero la voz, el relato, el recuerdo, el diálogo, los hombres
que hablan entre sí, los campesinos que en la noche se juntan alrededor del fuego,
prenden un cigarro y le preguntan al otro: “¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas de que
cómo mataron al hijo de Pancho Villa?” toda esta memoria colectiva forma parte
de la literatura testimonial y de ella nos nutrimos. Conforma un mosaico de voces
que son historia y literatura y dan un retrato único de nuestros países, estos países
que tienden a desaparecer porque ya su economía se ha “dolarizado” como en el
caso de Panamá y en el de Ecuador o se han convertido en estados asociados como
en el de Puerto Rico y sin embargo son inmortales porque su voz es poderosa, su
voz es parte de nuestra herencia.
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Los cronistas del siglo XIX, Guillermo Prieto, Manuel Payno, Ángel del Cam-
po, Micrós, Ignacio Altamirano, Manuel Gutiérrez Nájera, Francisco Zarco, con-
solidan a una nación y para saber quiénes éramos recurrimos a sus libros. Además
de testigos privilegiados, los cronistas, son ante todo, furiosamente nacionalistas.
Buscan por sobre todas las cosas, la independencia y la grandeza de su país.
A través de la ventana, en América Latina la multitud estásiempre presente, el
hambre también, el desempleo, y otra vez la muchedumbre, la misma carne de
cañón que alimenta los terremotos, la de las grandes desgracias universales. De
pronto, uno de ellos, un indigente, uno del montón, quien en el primer terremoto
nos salva la vida. No sabemos cómo se llama, el no da ninguna información acerca
de sí mismo, nunca lo volveremos a ver, él nos salvó la vida, allí estálatente.
Sujeto a bárbaras presiones económicas y sociales, México podría parecer una
embarcación tambaleante. Sin embargo, el pueblo mexicano tiene una fortaleza
poco común y una capacidad de lucha mayor que la de las catástrofes naturales y
políticas que lo aquejan. A la semana de la espantosa tragedia que provocó el terre-
moto de 19 de septiembre de 2017, en la avenida Insurgentes se llevaba a cabo una
carrera de relevos cuyos participantes eran hombres de extracción popular. Con
sus sudaderas blancas, rojas y azules, sus calzones cortos, corrían hacia alguna
meta inventada. Unos días antes habían dado muestras de una solidaridad conmo-
vedora; se quitaban sus sacos y chamarras para entregárselas a los damnificados;
ahora corrían por la avenida Insurgentes, flacos, desgarbados, mal comidos, sus
cachuchas al revés, sus músculos esmirriados, el maratón protegido por patrullas
policíacas. Al mirarlos desde la acera de la avenida Insurgentes me quedé azorada:
“Mira nomás a nuestro pueblo” –escuché decir a una señora– “Mira nomás. Hace
cinco días salió de los escombros y ahora corre para ver si gana el maratón”.
A raíz de 1968, muchos mexicanos iniciaron una nueva relación con su gobier-
no, la de una crítica y una participación activa.
La literatura testimonial hace visible un hecho oculto a la sociedad. Informa
acerca de lo que no sabíamos o de aquello que nos negábamos a saber. No hay
literatura testimonial sobre la riqueza porque los magnates siempre tienen a un
ghost writer, un escritor fantasma a quien dictarle su autobiografía. La clase domi-
nante procrea a sus amanuenses y a sus apologistas. Sin embargo, el escritor polaco
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Ryszard Kapuscinski, quizá el más notable periodista del Siglo XX, (y lo llamo
periodista porque el mismo así se considera) Ryszard Kapuscinsky quien ha rese-
ñado las guerras del mundo a lo largo de peligrosas misiones, nos da entre otros, un
magistral relato de la riqueza y el poder al escribir la biografía de Haile Selassie, el
emperador de Etiopía, otro sobre la guerra de Angola, otro más que lleva el provo-
cativo título de “Cristo con fusil al hombro” ya que fue durante varios años corres-
ponsal de la agencia de prensa polaca.
También Svletana Alexievna, ganadora del Premio Nobel para el enojo de
Putin y el gabinete ruso, la historia oral suele estar ligada a la pobreza porque es
fundamentalmente una denuncia.
Y una acusación.
La literatura testimonial es siempre política. ¿Por qué? Política, la obra de Oscar
Lewis; política, Domitila Chungara en su condena de los dueños de las minas de
Bolivia; política, Rigoberta Menchú, al evidenciar la injusticia social y el racismo
en Guatemala; política, Benita Galeana quien militó en el Partido Comunista
Mexicano y ni uno solo de sus camaradas se preocupó por enseñarle a leer y escri-
bir; político, el libro de Judith Friedlander sobre el pueblo de Hueyapan, en Morelos;
políticas las crónicas de Rodolfo Walsh en Operación Masacre, en Buenos Aires;
político el también argentino Miguel Bonasso en su Recuerdo de la Muerte; política
Ana Gutiérrez en su Se necesita Muchacha acerca de las condiciones de vida de las
sirvientas del Cuzco, en Perú; político, el uruguayo Eduardo Galeano, autor de
Memorias del Fuego, El libro de los abrazos, Las palabras andantes.
Las crónicas acerca del movimiento estudiantil de 1968 y la masacre del 2 de
octubre de 1968 son producto de la indignación y la natural inclinación que he
sentido siempre por los jóvenes. Esta alianza con los estudiantes se inició en 1968,
contincon el festival de rock de Andaro que reseñé ampliamente y continua el
día de hoy a través de las brigadas de simpatizantes que salen desde la UNAM a
Chiapas a las comunidades indígenas que se han aliado al Ejército Zapatista de
Liberación Nacional. En 1968, a partir del 3 de octubre empecé a ir de nuevo a
Lecumberri a visitar a los estudiantes presos políticos. La indignación por la muer-
te de tanta gente inocente en la Plaza de las Tres Culturas y el hecho de que los
periódicos obedecieran a la consigna gubernamental y se ejerciera una censura
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feroz contra cualquier información que no fuera la oficial hizo que fueran rechaza-
dos los artículos que fui guardando en una carpeta sobre mi escritorio. Hasta una
entrevista con la periodista italiana Oriana Fallaci fue a dar al cajón de los artícu-
los rechazados. A fines de 1968 y durante todo 1969 fui a la cárcel de Lecumberri
a entrevistar a los líderes del movimiento y a otros presos políticos que me conta-
ron su experiencia hasta formar un coro plural o una entrevista a varias voces.
Como todos los testimonios se repetían y empezaban más o menos igual e
insistían en lo mismo: “A las 5:19 de la tarde un helicóptero sobrevoló la plaza y
salieron tres luces de bengala y esa fue la señal para que empezara la balacera”
escogí para el libro La Noche de Tlatelolco (Era, 1971) lo que más me impactaba de
cada uno para ir armando un relato que iba creciendo en intensidad. Fue una escri-
tura casi automática, una acción puramente impulsiva. Armé el relato y coloqué
los testimonios según la emoción del momento y siguiendo mi instinto. La forma
de montaje de los textos responde a un estado de exaltación, a la fervorosa devo-
ción que me embargó durante esos días de trabajo y de repulsión por la masacre de
quizá 350 personas en Tlatelolco, cifra que dio el periódico The Guardian y que
habría de retomar Octavio Paz en su libro Posdata y en el prólogo para la edición
norteamericana: “Massacre in Mexico”, publicada primero por Viking Press (A
“Richard Seaver book” y ahora por la University of Missouri Press, desde 1992).
A raíz de la publicación de La Noche de Tlatelolco, encontré auditorios repletos
de estudiantes que no venían a escuchar una plática, sino a buscar a un líder que
los levantara en armas. Finalmente, querían tener testimonios del pasado para sus-
tentar su enojo.
El norteamericano Studs Terkel entrevistó en los Estados Unidos a barrende-
ros, enfermeras, conductores de autobuses, taxistas, ferrocarrileros,
taquimecanógrafas, afanadoras, jardineros y produjo uno de los mejores libros so-
bre el trabajo que pueda concebirse. On Working, (Trabajando) se lee como la mejor
novela. Alguna vez Studs Terkel recogió la voz de un bombero que le dijo: “Puedo
mirar hacia atrás y decir: Ayudé a apagar un fuego, ayudé a salvar a alguien y esto
es algo de lo que hice sobre la tierra”. Las expresiones de los trabajadores son
siempre directas y profundas porque dicen lo que sienten sin mayor elaboración.
México es un país de grandes cronistas, el primero Carlos Monsiváis quien me
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dijo poco tiempo antes de que supiéramos que iba a morir: “Yo ya no voy a leer
novelas, en América Latina, la realidad va mucho más allá que la ficción. Si escri-
bes una la leeré porque eres mi amiga, pero lo haré con mucha flojera”.
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